Ubicación de la calle: Junto a las calles Virgen del Perpetuo Socorro y Virgen del Sagrario. Corta esta vía el Colegio Público Rafael Dávila Díaz. (Fuente: Proyecto Carranque)
Descripción del nombre de la calle: Entre los muchos títulos con los que nos referimos a
María está el de Madre del Amor hermoso. Es
la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Y Dios
es amor. Dios quiso, sin duda, escogerse una Madre adornada
especialmente de la cualidad o virtud que a Él lo
define. Por eso María debió vivir la virtud del amor,
de la caridad en grado elevadísimo. Fue, ciertamente, uno
de sus principales distintivos. Es más, Ella ha sido la
única creatura capaz de un amor perfecto y puro, sin
sombra de egoísmo o desorden. Porque sólo Ella ha sido
inmaculada; y por eso sólo Ella ha sido capaz de
amar a Dios, su Hijo, como Él merecía y quería
ser amado.
Fue ese amor suyo un amor concreto y real.
El amor no son palabras bonitas. Son obras. “El amor
es el hecho mismo de amar”, dirá San Agustín. La
caridad no son buenos deseos. Es entrega desinteresada a los
demás. Y eso es precisamente lo que encontramos en la
vida de la Santísima Virgen: un amor auténtico, traducido en
donación de sí a Dios y a los demás.
María irradiaba
amor por los cuatro costados y a varios kilómetros a
la redonda. La casa de la sagrada familia debía estar
impregnada de caridad. Como también su barrio, el pueblo entero
e incluso gran parte de la comarca... Las hondas expansivas
del amor, cuando es real, se difunden prodigiosamente con
longitudes insospechadas.
El amor de la Virgen en la casa de
Nazaret, como en las otras donde vivió, haría que allí
oliese de verdad a cielo. Ese gran amor de esposa,
de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo,
estaba entretejido con mil y un detalles.
Con qué sonrisa y
ternura abriría la Santísima Virgen cada nuevo día de José
y del niño con su puntual y acogedor “buenos días”;
y de igual modo lo cerraría con un “buenas noches”
cargado de solicitud y cariño. Cuántas agradables sorpresas y regalos
aguardaban al Niño Dios detrás de cada “feliz cumpleaños” seguido
del beso y abrazo de su Madre.
Cómo sabía Ella preparar
los guisos que más le agradaban a José; y aquellos
otros que le encantaban al niño Jesús. Qué bien se
le daba a Ella eso de tener siempre limpia y
arreglada la ropa de los dos hombres de la casa.
Con cuánta atención y paciencia escucharía las peripecias infantiles que
le contaba Jesús tras sus incansables aventuras con sus amigos;
y también los éxitos e infortunios de la jornada carpintera
de José. Cuántas veces se habrá apresurado María en terminar
las labores de la casa para llevarle un refrigerio a
su esposo y echarle una mano en el trabajo.
Era el
amor lo que transformaba en sublimes cada uno de esos
actos aparentemente normales y banales. Donde hay amor lo más
normal se hace extraordinario y no existe lo banal. En
María ninguna caricia era superficial o mecánica, ningún abrazo cansado
o distraído, ningún beso de repertorio, ninguna sonrisa postiza.
“En Ella
-afirma San Bernardo- no hay nada de severo, nada de
terrible; todo es dulzura”. Todo lo que hacía estaba impregnado
de aquella viveza del amor que nunca se marchita.
¡Qué mujer
tan encantadora la Virgen! ¡Qué madre tan cariñosa y solícita!
¡Qué ama de casa tan atenta y maravillosa!
No sería tampoco
difícil encontrar a María en casa de alguna vecina. Hoy
en la de una, más tarde o mañana en la
de otra. Porque a la una le han llovido muchos
huéspedes y la Virgen intuye que allí será bienvenida una
ayudita en el servicio. Porque la otra está enferma en
cama y, con cinco chiquillos sueltos, la casa necesita no
una sino dos manos femeninas que pongan un poco de
orden. Porque a la de más allá le llegó momento
de dar a luz y la Virgen quería estarle cerca
y hacerle más llevadero ese trance que para Ella, en
su momento y por las circunstancias, fue bastante difícil.
Y todo
eso lo adivinaba e intuía Ella y se adelantaba a
ofrecerse sin que nadie le dijera o pidiera nada. ¡Qué
corazón tan atento el suyo!
En fin, que no era raro
el día en que la Virgen prepararía y serviría no
una sino dos o más comidas. No era desusual que
además de ordenar y limpiar en su casa, lo hiciese
en alguna otra de la vecindad. Como no era tampoco
extraño comprobar que entre la ropa que Ella dejaba como
nueva en el lavadero del pueblo, había prendas demás; y
a veces muchas...
Ni siquiera debió ser insólito sorprender a María
consolando y aconsejando a una coterránea que había reñido con
su esposo; o visitando y atendiendo, en las afueras de
la aldea, a los indeseables leprosos; o dando limosna a
los pobres, aun a costa de estrechar un poco más
la ya apretada situación económica de su hogar.
Todo eso lo
aprendió y practicó María desde niña. La Virgen estaba habituada
a preocuparse de las necesidades de los demás y a
ofrecerse voluntariosa para remediarlas. Sólo así se comprende la presteza
con la que salió de casa para visitar a su
prima Isabel, apenas supo que estaba encinta e intuyó que
necesitaba sus servicios y ayuda.
Su exquisita sensibilidad estaba al servicio
del amor. Da la impresión de que llegaba a sentir
como en carne propia los aprietos y apuros de todos
aquellos que convivían junto Ella. Por eso no es de
extrañar que en la boda aquella de Caná, mientras colaboraba
con el servicio, percibiera enseguida la angustia de los anfitriones
porque se había terminado el vino. De inmediato puso su
amor en acto para remediar la bochornosa situación. Ella sabía
quién asistía también al banquete. Tenía muy claro quién podía
poner solución al asunto. Ni corta ni perezosa, pidió a
Jesús, su Hijo, que hiciera un milagro. Y, aunque Él
pareció resistirse al inicio, no pudo ante aquella mirada de
ternura y cariño de su Madre. El amor de María
precipitó la hora de Cristo.
El amor de María no conoció
límites y traspasó las fronteras de lo comprensible. Ella perdonó
y olvidó las ofensas recibidas, aun teniendo (humanamente hablando) motivos
más que suficientes para odiar y guardar rencor. Perdonó y
olvidó la maldad y crueldad de Herodes que quiso dar
muerte a su pequeñín. Perdonó y olvidó las malas lenguas
que la maldecían y calumniaban a causa de su Hijo.
Perdonó y olvidó a los íntimos del Maestro tras el
abandono traidor la noche del prendimiento. Perdonó y olvidó, en
sintonía con el corazón de Jesús, a los que el
viernes Santo crucificaron al que era el fruto de sus
entrañas. Y también hoy sigue perdonando y olvidando a todos
los que pecando continuamos ultrajando a su divino Jesús.
¡Cuánto tenemos
nosotros que imitar a nuestra Madre! Porque pensamos mucho más
en nosotros mismos que en el vecino. A nosotros nos
cuesta mucho estar atentos a las necesidades de los demás
y echarles una mano para remediarlas. Nosotros no estamos siempre
dispuestos a escuchar con paciencia a todo el que quiere
decirnos algo. Nosotros distinguimos muy bien lo que “en justicia”
nos toca hacer y lo que le toca al prójimo,
y rara vez arrimamos el hombro para hacer más llevadera
la carga de los que caminan a nuestro lado. Nosotros
en vez de amor, muchas veces irradiamos egoísmo. En vez
de afecto y ternura traspiramos indiferencia y frialdad. En vez
de comprensión y perdón, nuestros ojos y corazón despiden rencor
y deseo de venganza. ¡Qué diferentes a veces de nuestra
Madre del cielo!
María, la Virgen del amor, puede llenar de
ese amor verdadero nuestro corazón para que sea más semejante
al suyo y al de su Hijo Jesucristo. Pidámoselo. (Fuente: www.es.catholic.net)
Foto: (Fuente: www.es.catholic.net)
Fotos de la calle:
Fotos: Proyecto Carranque
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